Entonces suspiró. Era la primera
vez que la veía cerca, a los ojos; era mágico. “Nunca me he enamorado, pero
siempre existe una primera vez”. Se quedó en silencio. Su corazón latía con
tanta intensidad que no podía controlar su transpiración que, para malestar de
él, se hacía más notoria.
Era, en efecto, su primera
ilusión, rodeada de abstracción y subjetividad. “Es gratificante la sensación
que emana mi ser”, pensó, casi sin aliento. Ella lo observaba detenidamente,
con una risa ahogada entre sus labios: “No sé qué estamos esperando”. Esta
mujer era demasiado inteligente, calculadora y frívola pero sin dejar de ser
intensa, apasionada, enérgica. Era una explosión de sabores materializados y
delineados por un fino pincel; su piel trigueña rompía todos los esquemas de
belleza estereotipados por potencias comerciales\comunicacionales, sus ojos
negros dejaban sin conciencia a cualquiera que osara mirarlos, sus labios
gruesos eran pétalos de rosas en invierno: su apariencia no era preciosa pero
no dejaban de tener encanto, y su nariz, ¡Oh, esa protuberancia en su rostro!,
tenía la medida perfecta, en las proporciones ideales.
“¿Te puedo confesar algo?”,
susurro él, cada vez más cerca de aquella mujer que le quitaba la vida a cada
segundo. Sus manos sudaban. Era patético. Ella lo observaba con diversión, le
resultaba gracioso verlo así, tan perdido. “Dale, soy buena con los secretos”.
Cada palabra era un escalofrío; el joven no estaba tranquilo, tenía que decirlo
o sino explotaría. “Nunca eh besado a una mujer”. El silencio invadió la
habitación, otra vez.
“No es cosa de otro mundo, no
todos tenemos la oportunidad de hacerlo, es cuestión de suerte”. Él estaba
avergonzado, sabía que ella mentía para no hacerlo sentir peor. “No es suerte,
es el destino”, aclaró el muchacho de ojos marrones y semblante melancólico. La
joven se asombró por la respuesta y dio un vistazo al reloj de pared que estaba
en el lado izquierdo de la sala de estar. “Es tarde, debo ir a casa”. La
muchacha esquivó su mano, le dio la espalda y se dispuso a salir del lugar. Él
se acongojó por su actitud, pensó que ella también había sentido lo mismo, que
el sentimiento era recíproco. “¡Qué tonto soy!”, recapacitó el varón.
Eran las 9 de la noche, las
calles estaban oscuras, la lluvia seguía cayendo sobre las casas del pueblo, la
utopía se esfumaba de las manos de aquel joven inexperto: “Te acompaño a la
puerta”. La joven salió detrás. Bajo el umbral ella se notaba pensativa,
meditabunda, algo le oprimía el corazón. “Fue una conversación agradable;
agarra tu paraguas te vayas a resfriar”. Él sonrió y le alzó la mano. “Al menos
la tuve cerca de mí”, masticó. Entonces lo inesperado ocurrió, típico de
novela: Ella alcanzó su brazo, lo cogió suavemente y acarició su rostro. El
joven quedó anonadado. La joven se apegó más. Él sentía su calor corporal, era
mejor que lo que imaginó. Y así, lentamente, fue acercando su rostro al del
mozuelo, y posó sus labios en los de él, primero suave y después
apasionadamente. Sus alientos se combinaron, sus corazones se ataron con hilos
invisibles de pasión. Ella colocó sus brazos en su cuello, y lo apretó con
fuerza; él la agarró por la cintura, con miedo y dulzura.
Pasaron unos minutos y sus
cuerpos seguían entrelazados, el silencio era cosa del pasado. Entonces un
sonido inesperado cortó el romanticismo del ambiente: el celular sonó. “Es mi
mamá, es tarde, te dije” y le sonrió con complicidad. Ahora el joven no podía
creerlo: “Mi primer beso con mi primer amor, fue estupendo”, meditó en breves
segundos hasta que escuchó la voz de su amada indicándole que debía a irse.
“Te quiero”. Le dijo sin
pensarlo. Era su primera experiencia, ese ósculo significó todo, no necesitaba
conocerla más, todo estaba resumido en esas dos palabras: “Te quiero”. La joven
no lo miró, solo recogió su paraguas que, por la situación antes descrita, no
logró colocar en alto. El joven estaba confundido, ella cambió en unos minutos,
ahora estaba distante, ida, diferente. “¿Qué pasó, porqué estás así?”. No hubo
respuestas. El silencio, viejo amigo, regresó al cuarto. Otra vez volvieron a
la puerta, pero esta vez ella no articulo palabra alguna. Dio dos pasos fuera
de la casa y volteó a verlo. Él estaba ahí, con esos ojos de animal abandonado,
esperando que le dijera qué ocurría.
La muchacha se acercó, le cogió
la barbilla y lo besó otra vez. Esta vez el roce fue corto, unos segundos, cómo
una despedida. “No te enamores de mí”, y se alejó, se dio vuelta y caminó
alejándose de aquel desafortunado joven. “No te enamores de mí”, era lo único
en lo que pensaba mientras la veía caminar entre las personas, por las oscuras
calles del vecindario, cada vez más diminuta, hasta que desapareció.
Cerró la puerta. Era el mejor y
peor momento de su vida. Recordó toda la escena. Era como un mal sueño, de esos
que empiezan perfectos y terminan en pesadillas. “¿En serio aconteció?”. Tocó sus labios, aun húmedos, y supo que no
era mentira, de verdad pasó. Se sentó en el sofá, alzó el rostro observando al
techo, a oscuras, y cerró los ojos. Meditó un largo rato: todo el mundo se
había resumido en un lugar y ahora nada importaba. Una lágrima resbaló por su
mejilla. “El amor es una mierda”. Y golpeó su cabeza con su brazo: “Nunca más”.
Se incorporó, tomó el control
remoto y prendió la televisión. Sintonizó algunos canales. “La mierda está por
todos lados".
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