martes, 16 de septiembre de 2014

NO TE ENAMORES DE MI


Entonces suspiró. Era la primera vez que la veía cerca, a los ojos; era mágico. “Nunca me he enamorado, pero siempre existe una primera vez”. Se quedó en silencio. Su corazón latía con tanta intensidad que no podía controlar su transpiración que, para malestar de él, se hacía más notoria.
Era, en efecto, su primera ilusión, rodeada de abstracción y subjetividad. “Es gratificante la sensación que emana mi ser”, pensó, casi sin aliento. Ella lo observaba detenidamente, con una risa ahogada entre sus labios: “No sé qué estamos esperando”. Esta mujer era demasiado inteligente, calculadora y frívola pero sin dejar de ser intensa, apasionada, enérgica. Era una explosión de sabores materializados y delineados por un fino pincel; su piel trigueña rompía todos los esquemas de belleza estereotipados por potencias comerciales\comunicacionales, sus ojos negros dejaban sin conciencia a cualquiera que osara mirarlos, sus labios gruesos eran pétalos de rosas en invierno: su apariencia no era preciosa pero no dejaban de tener encanto, y su nariz, ¡Oh, esa protuberancia en su rostro!, tenía la medida perfecta, en las proporciones ideales.
“¿Te puedo confesar algo?”, susurro él, cada vez más cerca de aquella mujer que le quitaba la vida a cada segundo. Sus manos sudaban. Era patético. Ella lo observaba con diversión, le resultaba gracioso verlo así, tan perdido. “Dale, soy buena con los secretos”. Cada palabra era un escalofrío; el joven no estaba tranquilo, tenía que decirlo o sino explotaría. “Nunca eh besado a una mujer”. El silencio invadió la habitación, otra vez.
“No es cosa de otro mundo, no todos tenemos la oportunidad de hacerlo, es cuestión de suerte”. Él estaba avergonzado, sabía que ella mentía para no hacerlo sentir peor. “No es suerte, es el destino”, aclaró el muchacho de ojos marrones y semblante melancólico. La joven se asombró por la respuesta y dio un vistazo al reloj de pared que estaba en el lado izquierdo de la sala de estar. “Es tarde, debo ir a casa”. La muchacha esquivó su mano, le dio la espalda y se dispuso a salir del lugar. Él se acongojó por su actitud, pensó que ella también había sentido lo mismo, que el sentimiento era recíproco. “¡Qué tonto soy!”, recapacitó el varón.
Eran las 9 de la noche, las calles estaban oscuras, la lluvia seguía cayendo sobre las casas del pueblo, la utopía se esfumaba de las manos de aquel joven inexperto: “Te acompaño a la puerta”. La joven salió detrás. Bajo el umbral ella se notaba pensativa, meditabunda, algo le oprimía el corazón. “Fue una conversación agradable; agarra tu paraguas te vayas a resfriar”. Él sonrió y le alzó la mano. “Al menos la tuve cerca de mí”, masticó. Entonces lo inesperado ocurrió, típico de novela: Ella alcanzó su brazo, lo cogió suavemente y acarició su rostro. El joven quedó anonadado. La joven se apegó más. Él sentía su calor corporal, era mejor que lo que imaginó. Y así, lentamente, fue acercando su rostro al del mozuelo, y posó sus labios en los de él, primero suave y después apasionadamente. Sus alientos se combinaron, sus corazones se ataron con hilos invisibles de pasión. Ella colocó sus brazos en su cuello, y lo apretó con fuerza; él la agarró por la cintura, con miedo y dulzura.
Pasaron unos minutos y sus cuerpos seguían entrelazados, el silencio era cosa del pasado. Entonces un sonido inesperado cortó el romanticismo del ambiente: el celular sonó. “Es mi mamá, es tarde, te dije” y le sonrió con complicidad. Ahora el joven no podía creerlo: “Mi primer beso con mi primer amor, fue estupendo”, meditó en breves segundos hasta que escuchó la voz de su amada indicándole que debía a irse.
“Te quiero”. Le dijo sin pensarlo. Era su primera experiencia, ese ósculo significó todo, no necesitaba conocerla más, todo estaba resumido en esas dos palabras: “Te quiero”. La joven no lo miró, solo recogió su paraguas que, por la situación antes descrita, no logró colocar en alto. El joven estaba confundido, ella cambió en unos minutos, ahora estaba distante, ida, diferente. “¿Qué pasó, porqué estás así?”. No hubo respuestas. El silencio, viejo amigo, regresó al cuarto. Otra vez volvieron a la puerta, pero esta vez ella no articulo palabra alguna. Dio dos pasos fuera de la casa y volteó a verlo. Él estaba ahí, con esos ojos de animal abandonado, esperando que le dijera qué ocurría.
La muchacha se acercó, le cogió la barbilla y lo besó otra vez. Esta vez el roce fue corto, unos segundos, cómo una despedida. “No te enamores de mí”, y se alejó, se dio vuelta y caminó alejándose de aquel desafortunado joven. “No te enamores de mí”, era lo único en lo que pensaba mientras la veía caminar entre las personas, por las oscuras calles del vecindario, cada vez más diminuta, hasta que desapareció.
Cerró la puerta. Era el mejor y peor momento de su vida. Recordó toda la escena. Era como un mal sueño, de esos que empiezan perfectos y terminan en pesadillas. “¿En serio aconteció?”.  Tocó sus labios, aun húmedos, y supo que no era mentira, de verdad pasó. Se sentó en el sofá, alzó el rostro observando al techo, a oscuras, y cerró los ojos. Meditó un largo rato: todo el mundo se había resumido en un lugar y ahora nada importaba. Una lágrima resbaló por su mejilla. “El amor es una mierda”. Y golpeó su cabeza con su brazo: “Nunca más”.

Se incorporó, tomó el control remoto y prendió la televisión. Sintonizó algunos canales. “La mierda está por todos lados". 

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